Es curioso cómo una de las mayores preocupaciones de cualquier sociedad, la impartición de justicia, se ha convertido en un escenario de experimentación política. La necesidad de un orden social que garantice la convivencia parece estar siendo reemplazada por la idea de que cualquier ciudadano puede, con su voto, decidir quién debe ser el próximo juez encargado de evaluar pruebas, interpretar leyes y, por qué no, determinar el destino de las personas en un tribunal. Porque claro, ¿quién mejor que el público general para hacer esta elección? Al fin y al cabo, el conocimiento legal, la experiencia judicial y la ética profesional son detalles insignificantes cuando se trata de agradar a la mayoría, ¿no?
A lo largo de la historia, hemos sido testigos de varios intentos por mejorar la justicia. Desde la antigua ley de talión, donde el «ojo por ojo» era la norma, hasta la Inquisición, que torturaba para obtener confesiones. Pero, a diferencia de aquellos sistemas bárbaros, los reformadores actuales de la justicia parecen tener una idea aún más revolucionaria: ¿y si dejamos que el pueblo, en su infinita sabiduría, elija a los jueces? Total, si ya votamos por gobernadores y presidentes basándonos en promesas vacías y debates con frases efectistas, ¿por qué no hacer lo mismo con los encargados de impartir justicia?
Hace siglos superamos esos métodos primitivos, y la evolución de la justicia se enfocó en la evidencia y la investigación, un giro hacia el uso de la razón. El conocimiento técnico, la ciencia forense, la capacidad de interpretar la ley… todo eso pasó a ser fundamental para asegurar que las decisiones judiciales fueran objetivas y certeras. Pero parece que ahora, en pleno siglo XXI, regresamos a una especie de lotería electoral, donde lo que importa no es la capacidad de un juez para manejar casos complejos o valorar pruebas científicas, sino su popularidad ante las masas.
Claro, se podría pensar que la justicia requiere de criterios técnicos, de investigación sólida, y de un profundo conocimiento de las leyes y los principios forenses. Pero no. En la nueva visión de la justicia democrática, esto es secundario. Lo realmente importante es que el juez sepa ganarse el corazón del votante, incluso si ese votante no tiene ni idea de lo que implica interpretar una ley o evaluar una prueba científica. ¡Quién necesita la ciencia forense cuando puedes tener a un juez con el respaldo del pueblo!
Y ni hablemos de la experiencia o de los principios éticos en la trayectoria de los juzgadores. ¡Qué anticuado! En lugar de profesionales con una impecable hoja de vida y un profundo respeto por la imparcialidad y la ética, tendremos jueces que han pasado por el filtro más riguroso de todos: la capacidad de hacer campaña política. Porque, como todos sabemos, la habilidad para hacer promesas vacías y sonreír frente a las cámaras es exactamente lo que necesitamos en los tribunales.
Es irónico que, en un momento donde la justicia necesita más que nunca independencia, imparcialidad y rigor técnico, algunos quieran abrir las puertas a una «democratización» que no hace más que politizar un poder que debería estar por encima de estas influencias. En lugar de fortalecer las instituciones judiciales, dotarlas de mejores recursos y asegurar que quienes las integran sean los mejores en su campo, preferimos lanzar la justicia al ruedo electoral. Después de todo, ¿qué podría salir mal?
Consideremos que la verdadera mejora de la impartición de justicia no radica en darle un toque «democrático» a las decisiones judiciales, sino en fortalecer un sistema profesional, independiente y ético. No necesitamos más jueces que sepan ganarse los votos; necesitamos jueces que sepan interpretar la ley con rigor, valorar la evidencia con base en principios científicos, y mantener un compromiso con los derechos humanos. Pero parece que, por ahora, preferimos seguir soñando con la utopía de la justicia populista, mientras el verdadero objetivo de la justicia se desvanece entre campañas y promesas electorales.