Desde campaña y en lo que ha sido el régimen de la Cuarta Transformación el discurso narrativo del presidente López Obrador ha utilizado el concepto de corrupción del pasado para justificar acciones, cambios de leyes, destrucción y creación de instituciones.
Quienes apoyaron a AMLO a llegar a la presidencia tenían la certeza de que se iba no solo a descubrir sino también castigar la corrupción de los gobiernos pasados. Inclusive fue un rotundo SI a la encuesta que los inicios de este sexenio a la consulta sobre si se debía juzgar a los expresidentes. Si el pueblo manda, este gobierno abandonó estos deseos y en un acto por demás contrario a lo que se prometió exoneró al expresidente Peña Nieto. Inclusive lo ha reconocido como un demócrata que no se metió para impedir el triunfo. Lo que sin duda valió que se borrará la vinculación con el caso Odebrecht, la casa blanca y la muerte de los estudiantes de Ayotzinapa.
Hace unos días, el presidente AMLO entregó una presea y reconocimiento al ex secretario peñista de Defensa Nacional Cienfuegos que ha sido señalado en investigaciones periodísticas por vínculos con la delincuencia organizada. Recordemos que ya había sido detenido en los Estados Unidos, pero «algo» sucedió de un día para otro para el presidente hiciera esfuerzos para lograr su liberación con la condición de que sería investigado en nuestro país. Sin embargo, al final fue exonerado y liberado de toda responsabilidad.
¿Cuántos políticos y crímenes del pasado han sido judicializados y sancionados conforme la ley?
Tal parecería que vende muy bien el discurso de la corrupción solamente para polarizar a la sociedad y con fines maquiavélicos de propaganda ideológica sin resultados efectivos de un combate frontal, transparente y legal de los actos delictivos del pasado.
Hoy ese discurso se usa para combatir al poder judicial y eliminar fideicomisos. En la retórica y debate político el presidente va ganado la batalla de la percepción política. Lo mismo que sucedió en sus tiempos de campaña y que lograron entusiasmar a los simpatizantes. Solo faltaría ver que se pudiera documentar y en su caso judicializar los actos de corrupción.
Aunque el presidente ha definido que defender los privilegios es un pecado social, es preciso especificar que constituye una falta constitucional acusar de un delito y no proceder legalmente a su persecución y sanción. Mucho más cuando es el poder ejecutivo, es decir, de responsabilidad de la procuraduría de justicia, la investigación y presentación de las denuncias.
Este ha sido el modus operandi de la lucha política polarizada del presidente que alimenta una percepción ciudadana que sigue fiel a sus pronunciamientos sin importar las evidencias y pruebas.